12 julho 2004



Destruir mitos se ha convertido en una de las obsesiones de la paranoica sociedad contemporánea, empeñada en transformar historia y actualidad en una suerte de conspiración universal. 'Desmontando la historia' (Volter) sirve a ese fin a la perfección. Sus autores, Ed Rayner y Ron Stapley, dos profesores británicos de Historia Contemporánea, intentan desenmascarar a granujas disfrazados de héroes, zanjar controversias de siglos y aclarar las tergiversaciones históricas más persistentes en la memoria colectiva.

Fieles a su origen, su trabajo desmitificador se centra sobre todo en capítulos de la historia de Gran Bretaña y Estados Unidos, además de dedicar especial atención a la Segunda Guerra Mundial, el nazismo y Stalin. En otros episodios al lector extranjero le parecerá que pecan de anglocentrismo, al dedicar capítulos a personajes del calibre del sheriff Wyatt Earp -que ni fue sheriff, ni un justiciero, ni sabía manejar el revólver-, al sitio del Álamo -ponen en duda la heroicidad de David Crockett y los suyos frente al ejército mexicano- o al general Custer. En los tres casos, Rayner y Stapley derriban de un plumazo la imagen que Hollywood se ha esforzado por dar de las leyendas de la corta historia estadounidense.

Tampoco falta el capítulo dedicado a la conspiración del siglo XX por antonomasia: el asesinato del presidente John F. Kennedy. Pero el lector no debe esperar grandes revelaciones en éste y otros misterios. Los autores no han intentado aportar teorías nuevas o extravagantes para descubrir la verdad oculta. No han hurgado en los archivos de la historia ni aprovechado la desclasificación de informaciones reservadas. Por el contrario, se atienen a las interpretaciones más lógicas de los acontecimientos. "La mejor teoría es la que explica los hechos de la manera más sencilla y completa con los datos de que se dispone en el momento", argumentan los autores en el prólogo del libro.

Tal es así que, a veces, dejan las cosas en la misma nebulosa histórica en que se encontraban. Así ocurre con el ataque de Pearl Harbor. Ponen en duda la versión oficial sobre el 'traicionero' ataque japonés, pero tampoco conceden credibilidad a la teoría conspiratoria de que Roosevelt se dejó bombardear para entrar en la guerra. Y abandonan al lector salivando por un poco más de intriga.

España sólo aparece en tres ocasiones en el libro. La primera, para dar crédito a la versión española del hundimiento del 'Maine', que sirvió de excusa a Estados Unidos para declarar la guerra al Gobierno de Madrid el 25 de abril de 1898. En efecto, tal como enseñan los libros de historia que estudian los niños españoles y en contra de las múltiples informaciones publicadas entonces por los periódicos de EEUU ('Remember the Maine!'), el barco fue volado antes por insurgentes cubanos que por soldados nacionales. Pero tampoco se descarta la posibilidad de una explosión accidental, provocada por el mal estado de la munición que se almacenaba en el buque, o por la mezcla casual de oxígeno y polvo de carbón.

También confirma el libro que el bombardeo de Guernica durante la Guerra Civil española fue obra de la aviación alemana e inspirada por el bando nacional, pese a los múltiples intentos franquistas de negar su responsabilidad, durante y después de la contienda. Finalmente, Rayner y Stapley niegan que la Guerra Civil española sirviera de ensayo general de la Segunda Gran Guerra a las potencias mundiales. Aseguran que la participación de Italia y Alemania, de un lado, y Francia, Reino Unido, Unión Soviética y Estados Unidos, de otro, fue más bien limitada. Ni estaban especialmente interesados ni su aportación bélica fue significativa. Y las brigadas internacionales no llegaron a enviar los 80.000 hombres de que se ha hablado. Probablemente, dicen, fueron sólo 35.000.

Entre los mitos modernos, los autores se detienen en Ronald Reagan (¿hasta qué punto fue merecida su reputación?), Mijaíl Gorbachov (¿causó el hundimiento del comunismo y de la Unión Soviética?) y Margaret Thatcher (¿la esperanza blanca del conservadurismo británico?). Entre los hechos más actuales, no alcanzan más allá de la Guerra de las Malvinas (¿hizo bien Gran Bretaña?) y la Guerra de las Galaxias (¿acabó con la Guerra Fría?).

Más sabrosas resultan al profano las anécdotas de la historia, pequeñas mentiras que han perdurado durante siglos en el imaginario colectivo. Por ejemplo, la Marcha de las Mujeres, que sacó del palacio de Versalles a la familia real francesa en 1789, estaba integrada por un puñado de hombres disfrazados. Y el primer ministro británico conocido como Pitt 'El Joven' no dijo en el lecho de muerte "mi patria, cómo voy a dejar mi patria", el 23 de enero de 1806. Su frase fue, por el contrario, mucho más prosaica: "Ahora me comería ese pastel de carne de cerdo de Bellamy".

Rayner y Stapley también echan por tierra el legendario final del almirante Nelson, quien antes de morir se dice que susurró a su capitán: "Kismet [destino, del persa qismat], Hardy". Nada más lejos de la intención del héroe británico, porque sus deseos eran otros: 'Kiss me [bésame], Hardy'...

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