Bien: por lo visto mis consideraciones de hará ya sus buenos quince años no han caído en saco roto. Mejor tarde que nunca. Veamos: cuando por aquel entonces expuse la opinión de que la novela, como género, estaba entrando en una fase de declive, se me tildó de aguafiestas y catastrofista. ¡Si hoy se lee más que nunca! Y es que, claro, si por una parte nada resulta tan difícil de entender como lo que no se quiere entender, por otra, el fenómeno al que me estaba refiriendo es realmente complejo. Una especie de movimiento de vaivén entre sujeto (novelista, lector) y sociedad, una sociedad que va dando la espalda de forma creciente a la creación literaria, encarada, como suele estar, a diversas pantallas, televisor, móvil, ordenador. ¿Cómo no han de resentirse las ganas no ya de leer sino incluso de escribir? Y si se tiene algo que contar, lo lógico será hacerlo en un lenguaje próximo al de las pantallas, no al de los libros. Un proceso largo, que no ha hecho más que empezar y que no significa, ni mucho menos, el fin de la lectura -bien que seguimos leyendo a los clásicos-, pero sí, probablemente, el de la novela como género vivo.
Más fortuna que yo tuvo Eduardo Mendoza, en lo que a la aceptación de sus opiniones se refiere, cuando unos años más tarde anunció el fin de la novela de sofá. ¡Menudo sobresalto! ¡Qué pena de sofá, con lo confortable que suele ser! Seguro que más de un diseñador se puso a diseñar algún artilugio sucedáneo más de diseño a la vez que el Mercado empezaba a buscar sustituto a este tipo de novela. Pues el lado bueno de la noticia era que la novela que no fuera de sofá no corría peligro alguno.
Sin embargo, el estado de prepánico, similar al de cuando empiezan a circular rumores en la Bolsa, no ha llegado al mundo del libro hasta fechas más recientes, no más allá de dos o tres francforts. Lo que ha permitido reajustes, cambio de manos de empresas, renovación de estrategias, obsequiar al consumidor con un DVD, clásicos a precios de saldo, elevar a la consideración de literatura lo que antes se tenía por subliteratura, etcétera, medidas paliativas y promocionales que en ocasiones se han saldado con notable éxito. Vamos, que se lee más que nunca. Y yo diría que se escribe más que nunca, ya que, de creer tanto a las encuestas como a los profesores, se cometen más faltas de ortografía, de sintaxis y de carácter semántico que nunca.
El caso es que, en la medida en que se van encontrando soluciones, ya podemos hablar de crisis sin miedo a que admitirlo sea peor. Sobre todo ahora que conocemos las grandes posibilidades de todo tipo que encierra una obra maestra por poco que se sepa explotarla debidamente. Sí: hablo de obras maestras, no de esos best sellers que atrapan al lector desde las primeras líneas y que, por otra parte se rentabilizan por sí solos. ¿Quién se acuerda de los novelistas atrapadores coetáneos de un Proust, de un Joyce? ¿Qué ha sido de sus novelas? Y es que las obras maestras, las que en vez de atrapar impulsan al lector, estimulan sus energías y hasta cierto punto transforman su relación con el mundo, con la vida, consigo mismo, tienen sin duda una mayor permanencia. Y la permanencia, la duración, es un factor esencial a la hora de planificar la explotación de lo que, para entendernos, denominaremos la progenie de la obra literaria. Esto es: convertir la obra en cuestión en un verdadero acontecimiento social que, más que a la lectura propiamente dicha, se aplique a desarrollar las improntas de toda índole que su contenido literario proyecte sobre el ámbito real que le es propio. De ahí que al conjunto de esas proyecciones hayamos convenido en denominarlo la progenie.
En la celebración del IV Centenario del Quijote tenemos el mejor ejemplo. La consolidación de la figura de Cervantes, junto con la de Shakespeare, como máxima expresión de la creación literaria de Occidente, se ha visto acompañada de una verdadera explosión de ofertas complementarias de todo género. Por una parte, las de homenajes propiamente dichos con los que se ha creado tal clima participativo que hasta quienes nunca han leído la obra se han visto animados a exaltar y propagar sus valores. Pero, por otra, se ha impulsado el turismo, los viajes, la hostelería, así como la promoción de un gran número de productos gastronómicos, de quesos, embutidos, vinos y postres contundentes, inspirados, creo yo, no tanto en la imagen de don Quijote cuanto en la de Sancho Panza. En otras palabras: el dinero que se ha movido en torno a la efeméride supera con mucho el generado por las diferentes reediciones de la inmortal novela. Y con ello se han iniciado en España un tipo de operaciones que en otros países más despiertos llevan ya tiempo desarrollándose con éxito. Piénsese en lo que representa para Dublín la celebración, cada 16 de junio, del Día de Molly Bloom, el entrañable personaje del Ulises que ha terminado por convertirse en símbolo popular de la novela. Su largo monólogo, con el que se cierra la obra de Joyce, no es de fácil lectura, como tampoco lo es la de los capítulos precedentes, pero a la gente le basta con saber que Molly es una de esas mujeres maduras que dan gozo, amiga de comer, beber y amar, una de esas personas cuya mera presencia provoca simpatía y ganas de vivir.
Y como el Dublín de Joyce, los paisajes próximos a Birmingham que inspiraron a Tolkien o el itinerario parisino de El Código da Vinci. Claro que, en una ciudad como París, novelas de carácter tan efímero pronto darán paso a otras de mayor solvencia: obras indiscutibles que garanticen la inversión realizada. ¿Quién se acordará, de aquí a unos años, de todos esos códigos? Tanto más cuanto que, como es sabido, en el caso de París la única dificultad es la de escoger. Así que no ha de pasar demasiado tiempo para que al visitante se le ofrezca indistintamente el París de Balzac o el de La educación sentimental o el de los salones de Proust, con extensión al paisaje de Normandía. Y quien dice París, dice el Misisipi de Faulkner o la Viena de Musil. Piénsese, por otra parte, que lo que hemos convenido en denominar progenie de una determinada novela no tiene por qué limitarse al turismo, a los viajes o a la gastronomía, sino que su validez se extiende -ya se ha extendido- al ámbito de la moda, la decoración, el diseño, la cosmética, el urbanismo y a tantos otros, lo que supone a su vez un ingente trabajo para asesores legales y expertos en patentes. Lo que hace unos años sucedió con pintores y artistas plásticos -su implantación social y económica, la difusión de su obra merced a la reproducción fotográfica- empieza a repetirse -a su modo, naturalmente- con relación a los novelistas. Y con la misma ventaja añadida de que, así como el conocimiento de la copia hace innecesario el contacto con el original, con semejantes operaciones de promoción de una novela se hace innecesaria su lectura, tanto más cuanto que somos conscientes de que hoy se lee más que nunca. Bastará, por tanto, con esgrimir un ejemplar a modo de contraseña y tener una idea de su contenido, así como estar seguros de que cuantos nos rodean se encuentran en la misma situación que nosotros.
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